CONVERSACIÓN EN EL ÓPERA CON SIMÓN JÁNICAS


He llamado conversación al encuentro sui géneris con el fantasmal Simón Jánicas. De todas maneras ustedes juzgarán si el término conversación es correcto después de conocer las extravagancias del escritor. Puede que existan baches en mi memoria y -teniendo en cuenta las atenciones VIP que se me brindaron y la tensión disparatada a la que fui sometido- espero que no se noten demasiado.
Me permito entonces relatar los hechos tal como creo que sucedieron.
Todo comenzó con una llamada. En la pantalla de mi celular apareció un número desconocido que me indujo a contestar con cierta desconfianza. Enseguida una voz femenina pronuncio mi nombre con un delicado tono de interrogación.
— ¿El señor Correa-Fajardo?
Respondí afirmativamente.
La voz preguntó con presteza si me interesaría una conversación con Simón Jánicas el escritor de la novela SACRILEGIO y sobre quien había escrito una reseña biográfica para la solapa de su libro, a solicitud de su editor.
Sin reflexionar dije que sí. La voz dijo:
— Siendo así, esté por favor, a las doce de hoy en la esquina de la biblioteca Luis Ángel Arango.
Y colgó sin darme tiempo para nada más. Las nueve y treinta marcó el tiempo en la pantalla del celular como si hubiese preguntado la hora. "Estoy a tiempo", pensé.
Como no tenía nada que hacer esa mañana, me pareció un buen programa dar una vuelta por La Candelaria.
No dejaba de pensar en la voz. Concluí de que había aceptado aquella cita a ciegas seducido por la voz amable y poderosa que me había visitado con su misterio repentino. Poco me importaba el autor en cuestión.
Llegué cinco minutos antes de la hora señalada. Extrañé la bulliciosa afluencia de los colegiales que suelen atestar ese cruce. Confirmé una vez más que esas esquinas son mis preferidas en La Candelaria. Sin saber a quién buscar miré en derredor pero no advertí nada especial. Mientras contemplaba la iglesia recortada sobre el trasfondo de las montañas, una limusina se detuvo frente a mí. Como el chofer no paraba de hacerme señas, me acerqué para saber de qué se trataba.
— ¿El señor Correa?
Respondí. Cual sería mi sorpresa cuando el uniformado conductor descendió para abrirme la puerta trasera.
— Siga por favor, me mandaron a buscarlo.
Cuando cerré la puerta tuve un pálpito desconcertante.
— ¿A dónde lo llevo caballero?
— ¿No le dieron alguna dirección? Le pregunté incrédulo.
— No, sólo me dijeron que lo recogiera aquí.
En ese mismo instante sonó mi celular. Era la poderosa voz que me visitaba de nuevo.
— Edgar, dile que te llevé al hotel de la Ópera frente a la Cancillería.
Así se lo comuniqué al chofer.
Enseguida se me ocurrió preguntarle quien lo había contratado.
Como no sabía llamó por radio teléfono y preguntó. Mi sorpresa fue enorme cuando alcance a oir mi nombre.
— ¿Oyó señor?
— Sí, si. Respondí incomodo, sin saber qué decir ni qué pensar.
La limusina sólo pudo llegar hasta la barrera que bloquea la calle peatonal que conduce al Hotel de la Ópera. "Que le vaya bien", me deseó el chofer con un tono socarrón que me hizo pensar que se burlaba de mí.
Al pasar frente al teatro Colón rechacé los gratos recuerdos que surgían de su interior palaciego.
Con aprehensión, pero casi entusiasmado busqué la puerta del hotel. "A lo que vinimos", me dije, sin saber muy bien qué esperar.
Al entrar descubrí una figura femenina que venía hacia mí como envuelta en un halo que parecía desprenderse de su oscura vestimenta. Sin presentarse, me saludó extendiendo su blanca mano. Al estrechársela recordé a la enigmática descripción que se hace de un personaje en SACRILEGIO: “El corte a rape del cabello negrísimo realzaba la blancura lunar de un rostro feliz, parecía un muchacho pleno de si mismo. De la apariencia andrógina surgía una delicada y provocadora feminidad.” No alcancé a terminar la evocación porque la magnética voz del teléfono, se había hecho cuerpo frente a mí.
— Edgar, Simón ha tenido problemas para llegar al hotel, si te parece podemos esperarlo en el bar.
Después de conducirme a la barra la encantadora cicerone se alejó susurrando "Regreso enseguida".
La contemplé fascinado mientras caminaba hasta el ascensor.
Entonces no recordé más como continuaba la descripción literaria. “La holgura de la ropa insinuaba ondulaciones apremiantes.” Casi gritó ¡Daniela Sarmiento! Por un instante me sentí al borde de un abismo. Es ella, me dije, el personaje de la novela.
Un buenas tardes pronunciado a mis espaldas me sacó del estupor. Al girarme vi al barman que destapaba una botella de whisky frente a mí y disponía una porción abundante de aceitunas negras y tajadas de pan francés para ser empapadas en el aceite de oliva que las acompañaba.
— Sin hielo, doble, verdad?, dijo.
— Si, si. No pude más que asentir complacido al olfatear el maravilloso aroma del bourbon. Paris, exclame, si, Rue des Canettes. Sentí una lluvia de recuerdos. ¡Cuantos años pasados por bourbon. Noches y bares oliendo a Jack Daniels, Four Roses, Jean Bean, Jesse James, Tenesse y Kentucky. Maravillas norteamericanas que se descubren mejor en Paris. Esto no podía ser una simple coincidencia. Alguien conocía muy bien mis gustos. Comencé a presentir un halago manipulador del que no sabía qué esperar.
Por un momento dudé en llamar a Ricardo, el editor del libro, para indagar si conocía lo que Jánicas pretendía. Marqué, buzón de mensajes, marqué de nuevo, nada. No obstante animado por los recuerdos me lancé el primer trago. Cerré los ojos para palpar la energía salvaje del alcohol. Di gracias a Dios.
Ante la incertidumbre que crecía, me acogí al dicho finlandés: Si el alcohol y el sauna no sirven, no hay remedio que valga. Luego, parafraseando a Pessoa me pregunté: "¿A qué ventana de Dios me habré acercado sin querer… o del diablo," añadí.
En el primer ataque paranoico me imaginé convertido en una víctima de la Mafia, el terrorismo, los ladrones de órganos, la delincuencia común.
Sin embargo, rechacé enseguida estas suposiciones porque resultaba improbable cualquier conexión de la editorial o de Jánicas con el bajo mundo.
Aunque de todas maneras en SACRILEGIO, si se desarrolla una lucha secular a muerte entre bandos enemigos que, sin embargo, permanecen al margen de la criminalidad común o la rebelión política; pero que de acuerdo a la escasa información que manejé para redactar la reseña de la contracaratula si podrían implicar. De alguna manera, al escritor puesto que según el mismo es un perseguido.
Me serví otro trago.
Llamé al telefóno fijo de mi casa para informales, dónde me encontraba, en caso de que me degollaran o desaparecieran, y supusiesen en dónde comenzó mi perdición.
El teléfono estaba ocupado y como si fuese poco, el celular me indicaba que la batería se estaba agotando. Por un instante tuve la impresión que todo conspiraba contra mi. Me sentía el protagonista de una mala película. De pronto noté una gran afluencia de gente que circulaba por el hotel hablando en ingles, francés y algún idioma que no reconocí.
Afortunadamente el remolino de los huéspedes interrumpió mis cavilaciones paranoicas y me sosegué pensando en la próxima aparición de mi contacto.
Antes de tomarme el tercero, mi infalible memoria alcohólica me trajó una frase de Humprey Bogart que me reconfortaba, la mascullé para mi mismo como si fuese una oliva negra: "Para morir hay que estar un poco bebido".
Y envalentonado me dispuse a jugar. Si se creen los dueños del misterio, yo también puedo ser misterioso a mis horas.
Ansiaba con premura la presunta encarnación de Daniela Sarmiento y todo lo que su presencia pudiera acarrearme.
Repetí como en una plegaria: Daniela, Daniela, personaje de Simón Jánicas, escritor clandestino, fantasma que no me asusta, si he de morir, muero por ti preciosa andrógina.
Todo en mi se aprestaba para un borrachera visionaria cuando sentí un toque cálido en mi hombro. Era ella.
— Edgar, te esperan en la suite. Me dijo. Un escalofrío atravesó mi espalda, pero su voz como un bálsamo sensual disipó todas las dudas y temores.
Me levanté para seguirla. En el interior del silencioso ascensor podía oír su respiración. La cabellera cortada al rape olía a cabellos largos, recibía el efluvio de un espesor de fragancias sin fin, fascinado de manera inmisericorde me sentía como el José Asunción Toscano de la novela que exaltado por un deseo infinito sólo quería fundirse con ella en los imbunches de la selva amazónica.
De pronto me ofreció un sobre.
— Ten, son tús honorarios. Me dijo. Ella pareció entender mi sorpresa y mantuvo el sobre azul en su blanca y firme mano. Sólo pude tomarlo y guardarlo. "¿Que tendré que hacer ahora?" pensé. Pronunciado por la exquisita voz escuché "Llegamos".
De su rostro lunar emanaba toda la confianza del mundo. Recordé que en la novela es Daniela quien, a través de una organización invisible, mueve los hilos secretos que propician el viaje de Emmanuelle Bazin a la Amazonia para encontrar a la quimérica tribu de los Iseieke.
Ella es también quien coordina su posterior viaje a Nueva York en donde estallaría el gran carnaval. Cuando abrió la puerta de la suite, me detuvo la oscuridad que reinaba.
— No te preocupes. Me tranquilizó,
— Son sólo precauciones.
Por el efecto de su sonrisa, con una facilidad inconcebible, me encomendé a ella. De todas maneras, no creía que un personaje de ficción pudiese matarme.
Entramos. Daniela cerró la puerta. Entonces se encendió una lámpara de luz morada que proyectada contra mí bloqueaba el fondo de la habitación.
— Siéntate. Me dijo, indicándome un sillón.
Entre el silencio de la penumbra alcancé a vislumbrar dos presencias. Desde esa tiniebla surgió una voz que dijo:
— Pregunte lo que quiera, nosotros responderemos lo que nos parezca necesario.
El sonido casi siniestro y la impostación del tono, me dieron ganas de reír pero logré contenerme a tiempo.
Sin embargo, no pude reprimir lo que estaba pensando:
—¿Es necesario todo este teatro?
Como no obtuve respuesta adiviné que tal vez sólo me habían contratado para entrevistar a Simón Jánicas.
Mis temores resultaban infundados. Era sólo víctima de una entrevista. Como no estaba preparado, no se me ocurría ninguna pregunta. A pesar de la reseña que había escrito para la editorial, no poseía mayor información y sólo había leído la novela como un lector desprevenido sin atención crítica.
A pesar de todos los intríngulis, volvía encontrar el primer interés que sentí por el texto y la curiosidad que me suscitó su autor. Improvisando comencé a entrevistarlo. Opté por las preguntas mas obvias.
— ¿Que clase de novela es SACRILEGIO?
— SACRILEGIO es simbiosis y fusión. Fragmentos que giran entre las grietas de una mente multiforme.
— ¿Por que el titulo SACRILEGIO?
— No alude a vulgares profanaciones de lo sagrado, se trata de la rebelión suprema contra las sacralizaciones de los absolutos culturales.
— Entonces ¿Que tipo de escritor es usted?
— Somos más bien un desenterrador.
A pesar de las palabras solemnes y casi lapidarias no dejé de sonreír.
— ¿Que ha desenterrado? Insistí.
— Apenas un ay de los abismos. Un ay de gozo y pena que va desde la primera hasta la ultima letra.
La siguiente pregunta no se hizo esperar.
— ¿Cual es el gozo, cual es la pena?
— El gozo es el gozo del deseo deseándose a sí mismo hasta contemplar todas las formas de la sensualidad. La pena es la pena del Horror Vacui, la pena del Horror Aliens.
Al encontrarme de nuevo con estos términos que dentro de la novela aparecen en repetidas ocasiones quise corroborar su significado.
— Horror Vacui, Horror Aliens ¿de que se trata?
— A la conciencia humana le horrorizan el vacío, la vacuidad que subyace debajo de todas las cosas. El horror aliens emerge ante lo radicalmente extraño y desconocido, ante lo que no se fundamenta en los propios valores. El horror desencadena el odio fundamentalista de quienes no pueden vivir sin absolutos.
— ¿En que clase de lector ha pensado?
— En nuestros textos no hay mercadotécnia. Solo hemos pensado en quienes trascendiendo el horror cantan y bailan en ese allí sin límites donde todas las simbiosis son posibles.
A esta altura de la inevitable entrevista, ya me desagradaba el uso del nosotros que algo tenía de alocución Papal o del verbo retórico de algún profeta literario.
En tono abiertamente sarcástico se me ocurrió preguntarle parodiando al diablo bíblico:
— Entonces ¿Somos legión?
— No, sólo el satanás cristiano se dice legión, no sólo la esquizofrenia provoca multiplicidad, de toda persona común pueden emerger avatares, dobles, sosias, distintas mascaras y configuraciones, a todos nos fascina esa tentación lúdica.
Ante tal respuesta añoré el bourbon abandonado en el bar. Como pidiendo auxilio busqué a la supuesta Daniela para implorarle un trago. Cual sería mi sorpresa cuando ella señaló la ansiada botella que había estado colocada a mi lado como si de antemano hubiese adivinado mis deseos. Bebí placenteramente mientras me ingeniaba alguna nueva pregunta. Al parecer nadie tenía prisa porque no percibía ningún apremio. Como preparando la siguiente pregunta pensé que esos jueguitos bien podrían conducir a la locura o a la perversidad sexual.
En ese momento, Simón Jánicas respondía a mis pensamientos. Antes no había sentido el verdadero misterio de esa presencia. Para él no existía peligro en la multiplicidad porque ese es el estado genésico de la mente y de la sexualidad. La enfermedad mental aqueja al hombre pero, indistintamente, también se llama perversidad o locura a todo lo que desborda los patrones culturales. Aquellas ideas se transformaban en las densas imágenes del carnaval de la novela que al invadirme provocaban en mi un afán incontrolable. Quería preguntarle por qué me habían elegido. Entonces creí que su voz retumbaba en mi mente afirmando que yo también era un miembro de la tribu legendaria de los Iseieke. En aquellos momentos me sentí yacer sobre un lodazal, mi cuerpo sofocado ansiaba desprenderse de la piel, para poder aspirar directamente la humedad terrenal y las sustancias vegetales que manaban por todas partes.
Algo me decía que no era una meditación, ni un delirio, tampoco un sueño. Tan sólo degustaba un torrente de savia en ascenso silencioso. Con la conciencia vacía me sentía sumido en la intimidad de un árbol que me cautivaba y me absorbía.
Después de no sé cuánto tiempo, aquel limbo donde me hallaba empezó a disiparse mientras pugnaba en el interior de un espeso y verdoso mentol por el que iba trepando impulsado lentamente. Cuando emergí sobre la altura del follaje contemplé el panorama aéreo de la selva amazónica.
Entonces desperté.
La habitación estaba desierta.
Con las cortinas abiertas la luz de una tarde gris, se diseminaba por todos los rincones del aposento. Entorpecido aún, si salir del todo de las brumas de mi desvanecimiento busqué en vano a la que había sido mi conexión.
Trataba de recordar sin comprender muy bien a qué experiencia había sido conducido cuando vi un sobre de manila colocado, donde antes estuvo la botella de bourbon. Las grandes letras que podía leer garabateadas con marcador rojo indicaban como una orden, que allí se encontraban los materiales para redactar la conversación que sería colgada en este blogspot.
Más abajo, estaba también escrito mi nombre. Abrí el sobre y encontré las cuartillas donde leí apartes de las preguntas y respuestas del breve y quizá insuficiente encuentro.
Esta lectura apresurada me sumergió de nuevo en un desagradable desconcierto.
Salí de allí dispuesto a dirigirme a la recepción.
Mientras caminaba no dejaba de examinar el lugar con la esperanza de encontrar algún rastro de mi tránsfuga guía entre las personas que deambulaban por todas partes.
Al pasar frente al bar no divise a nadie. La recepcionista me informó que la huésped había entregado la suite hacía ya una hora. Cuando pregunté el nombre de la persona registrada oí un asombro "Daniela Sarmiento". Ante tal respuesta mi primera y única reacción fue preguntar con estupor "¿Esta usted segura?". La mujer ni siquiera se molestó en verificar. "Definitivamente señor", contestó.
Con la generosidad de la que hizo gala y esa sonrisa, es imposible olvidarla.
Por supuesto, dije y salí del hotel.
Eran las dos de la tarde. Mientras caminaba hacia la plaza de Bolívar no sabía cómo quitarme de encima la resaca de lo vivido. Los Iseieke, mascullé despreciativo. Qué diablos tengo que ver con esa tribu de novela.
De repente recordé el sobre azul que había recibido en el ascensor. Verifiqué, que aún estaba en mi bolsillo. Al abrirlo, descubrí un pequeño fajo de billetes. Los palpé para verificar su realidad. Eran billetes de cien dólares.
A medida que apretaba el paso, volvía a mi el resplandeciente rostro lunar de la presumible Daniela Sarmiento con la que pretendieron manipular mis deseos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario